Enseñar hoy, algo mucho más difícil de lo que era hace treinta años
Por Graciela Pardo
La pérdida de espacios de socialización que sufrió nuestro país, en los últimos treinta años, aumentó las dificultades diversas que fragmentan la vida cotidiana impidiendo el acceso a la construcción posible de una identidad y de pertenencia.
La drogadicción es una expresión del desencanto frente a un mundo fragmentado, caótico, sin sentido.
Se observa en el cuerpo, en la vida, en las instituciones, en las problemáticas sociales cada vez más complejas, en las parcelaciones institucionales generadas por la crisis de los últimos años.
Ser adolescente en una sociedad que quiere y mantiene su condición propia de adolescente, desde el mundo adulto, es tener que sortear el discurso destructivo de esa misma sociedad que pregona una falsa moral y una prevención hipócrita que se evapora desde los medios de comunicación con mensajes claros de aliento al consumo. El discurso predominante referido a las drogas reafirma su capacidad destructiva, aumentándose la carga simbólica y transformándola en deseo, en escenografitas y guiones de la vida cotidiana.
Esta sociedad consumista, atravesada por relaciones violentas, intimidante, con desigualdades vergonzosas y expuestas, con desempleo y con la vigencia de un Mercado que señala derechos de algunos y exclusión de muchos, determina las relaciones sociales , la construcción de precarias identidades que perecen ante cada acontecimiento social marcado por ese mismo Mercado.
El sujeto es solo individuo precario temporal. Se pierde su posibilidad de ser en relación con los Otros.
Así la drogadicción se piensa para determinadas capas sociales, para determinados grupos etáreos, para determinados ghetos o tribus.
La sociedad limpia de culpa a sectores sociales y culpabiliza a otros. Juventud- Droga, Juventud-Alcoholismo, etc.
Las campañas de prevención y de educación son iniciadas en su mayoría desde la concepción medico sanitaria. Se cree o se hace creer a la población que es una epidemia contagiosa, peligrosa, a la que hay que combatir con urgencia.
Se piensa que hay adictos porque hay drogas mientras se vive en una sociedad donde todo consumo es exaltado, para llenar las mismas ausencias que el mercado produce.
La exclusión social se orienta hacia los jóvenes, que son los que van poblando las cárceles y los centros de recuperación. Se demandan mayores sistemas de control hacia estos y la culpabilización de todos los dramas sociales.
Frecuentemente, en vez de referirse a personas que tienen una adicción, se habla de “los drogadictos”. En las crónicas policiales de hechos violentos es habitual la pregunta sobre si los delincuentes ¿estaban drogados?”. Para ciertos sectores es más sencillo hablar del “flagelo de la droga” que del creciente nivel de violencia y de desamparo en nuestras sociedades: abordarlo desde esta otra perspectiva llevaría a examinar las políticas sociales del Estado.
En los últimos veinte años se rompe el consenso social sobre los objetivos que deben perseguir las instituciones escolares y sobre los valores que deben fomentar. Aunque este consenso no fue nunca muy explícito, en épocas anteriores -al vivir en una sociedad más cerrada y autoritaria- había un acuerdo básico sobre los valores a transmitir por la educación. De esta forma, la educación reproducía núcleos de valores ampliamente aceptados, tendientes a una socialización convergente, es decir a la unificación e integración de los niños en la cultura dominante (Giroux y MacLaren, 1998; Chauchat, 1999). En buena medida esta situación venía favorecida por el hecho de una mayor estabilidad de la población, unificada socialmente en torno a una cultura nacional establecida En el momento actual nos encontramos ante una auténtica socialización divergente, cuyo desarrollo extremo podría poner en peligro la mínima cohesión social sin la cual una sociedad se disgrega (Esteve, 1998b): por una parte, vivimos en una sociedad pluralista, en la que distintos grupos sociales, con potentes medios de comunicación a su servicio, defienden modelos contrapuestos de educación, en los que se da prioridad a valores distintos cuando no contradictorios; por otra parte, la aceptación en educación de la diversidad propia de la sociedad multicultural y multilingüe y la falta de homogeneidad en los niveles de enseñanza, nos fuerzan a la modificación de nuestros materiales didácticos y a la diversificación de nuestros programas de enseñanza (Abdallah-Pretceille y Porcher, 1996).
Echar un vistazo a una clase de enseñanza secundaria en una escuela de barrio de una gran ciudad implica encontrarse con diferentes elementos integrantes de las más variadas tribus urbanas: rockeros, punks, raphtas, grunges, skinheads... etc. La diferencia entre ellos se vuelve importante para el profesor, porque debajo de cada una de estas modernas tribus urbanas no sólo hay una peculiar manera de vestir; hay también una concepción de la vida orientada desde la perspectiva de un conjunto de valores específicos. Sin embargo, no es fácil para los profesores entender a los alumnos que las componen, ya que estas subculturas y tribus urbanas, cada vez nacen, florecen y desaparecen a un ritmo más rápido (Esteve, Franco y Vera, 1995).
Como señalan Cox y Heames (2000) una de las destrezas en las que debemos formar a nuestros actuales profesores es la capacidad de asumir situaciones conflictivas (Esteve, 1986, 1989a, 1989b, 1989c). En efecto, el conflicto se ha instalado en el interior de los claustros de profesores donde se aprecia la ruptura entre quienes querrían mantener a la educación en el marco académico propio de la etapa anterior, y quienes propugnan una reconversión que atienda, con criterios educativos, a los nuevos alumnos que acceden a ella. A partir de esta toma de postura básica, los planteamientos metodológicos se diversifican y los claustros de profesores se dividen, llevando el enfrentamiento desde el terreno valorativo al metodológico, e instaurando el conflicto profesional en el interior de los cuerpos docente
Enseñar hoy, es algo mucho más difícil de lo que era hace treinta años.
Desde la perspectiva de opiniones podemos agregar al Psicólogo Social A. Moffat quien marca la incidencia de una formación inadecuada; “El docente está formado para una realidad donde la escuela existía como espacio donde alguien venía deseoso de aprender los símbolos. Esa formación no ha sido cambiada, no le ha enseñado karate psicológico como para poder manejar esto que hoy pasa. Llegan desarmados a la escuela como los chicos fueron a las Malvinas. Iban al frío a pelear con borceguíes de cartón. Los maestros actuales están en una situación así. Formados con unas normativas operacionales de hace 30 o 40 años donde las blancas palomitas, llamadas por una campanita, entraban a la escuela para recibir el amor de la maestra. Bueno, hoy las palomitas están todas revolcadas, sin plumas, a la campana se la afanaron, y la maestra está con los pelos parados, desesperada. Creo que hay que ser medio héroe para ser maestro en este momento"'.